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Buenos muchachos

​

 

 

10 de junio de 1998.

Éramos 6 adolescentes como cualquiera. Estaban los comediantes, el Casanova, el Guerrero y yo, el nerd.

Esa mañana nos reunimos para ver un partido de fútbol, divertirnos y, si quedaba tiempo, hacer tareas.
No fue una jornada con algo en particular, hasta que Wilson, el rebelde, hizo una propuesta: ¿por qué no tatuarnos? Él sabía cómo hacerlo; todos nos miramos.

 

Steeven fue el primero en decir que sí. Al cabo de media hora tenía en su pierna derecha las iniciales de su novia de turno. Andrey y Miguel dijeron de plano que no, uno por su salud algo frágil y el otro por gusto personal.
 

Mientras Darwin marcaba su brazo, yo estaba hecho un mar de dudas, ¿qué diría mi estricta madre al darse cuenta? Quería hacerlo, era quizá la primera ocasión en la que retaría las normas de mi casa. Amaba a mis amigos y presentía que eso sería algo digno de celebrar por mucho tiempo. Me desafiaron con la mirada. Finalmente acepté, pero, ¿qué dibujar en mi piel?
 

Decidí que Wilson marcara mi brazo con una simple letra J, inicial de mi nombre. Ellos, payasos hasta la médula, aprovecharon la ocasión para hacerme presa de sus chistes.

 

Quince días más tarde, mi madre lo descubrió y tan solo dijo: Hasta que hizo una tontería...
 

A los pocos meses ellos me demostrarían su lealtad como nadie lo ha hecho.

 

Hoy, casi veinte años después, cada día al ver mi brazo, me transporto a esa fecha y con una sonrisa doy gracias a Dios por el tesoro que hallé en aquellos cinco buenos muchachos.

Cuenterourbano

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