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La gacela blanca

 

No existía en aquel país un mejor cazador que Guish. Sus habilidades, desarrolladas a lo largo de intensos y largos años le habían dado una total confianza sin importar qué presa tuviera en su mira.

 

Así que cuando escuchó en ese remoto pueblito que los bosques circundantes eran el terreno de una legendaria gacela blanca a la cual le atribuían más de trescientos años de vida, junto con una velocidad y habilidades cercanas a lo sobrenatural, él sintió una vibración a la que estaba muy acostumbrado, la emoción del reto, el anhelo de conquistar lo imposible.

 

Durante varias semanas se dedicó a investigar con sumo cuidado toda la información posible sobre la mentada criatura, escuchó en las tabernas historias, unas más ridículas que otras, acerca de cómo la gacela dormía con ambos ojos cerrados -cosa imposible según el juicio y experiencia del cazador, pues aquellos asustadizos seres acostumbraban a pernoctar con un ojo abierto-, que emitía una terrorífica aura que paraliza a quien osara poner la vista sobre ella, incluso encontró a un anciano quien aseguró haber visto como ese animal simplemente se esfumaba en medio de un destello azul a plena luz del día, dejando como único rastro un peculiar aroma a jazmín. Lo más extraño fue que, al llegar a un destartalado bar y no más preguntar por la gacela blanca, los clientes le miraron de arriba a abajo y el tabernero tuerto le dijo: -Noventa y nueve han ido tras la gacela blanca, y noventa y nueve han desaparecido-.


 

Ya con el ánimo henchido por toda aquella mitología sobre la gacela, Guish emprendió el viaje una fresca mañana otoñal, con sus dos mejores arcos al hombro, varios cientos de flechas fabricadas bajo estrictas especificaciones, aparejos para preparar varios tipos de trampas, una tienda de campaña y comida seca suficiente para dos semanas, el cazador se sentía más que listo para acabar de una vez por todas con la historia de la gacela blanca y hacer aún más grande su propia leyenda.


 

Los años de experiencia pronto rindieron sus primeros frutos, apenas al segundo día de marcha, Guish encontró los primeros rastros de la criatura. El cazador no sabía si reírse o llorar, pues las motas de pelaje, perfectamente inmaculado, que fue hallando prendidas a las ramas bajas de los arbustos le anunciaban que la persecución sería más que breve. Tras otro día y medio de rastreo, por fin el hombre tuvo al alcance de la vista a su objetivo. Mientras coronaba el ascenso a una pequeña colina en la parte norte del bosque, pudo ver a su objetivo a cosa de 500 metros por delante. Por la ruta que ambos venían tomando, Guish pudo deducir que la gacela se dirigía hacia un pequeño lago de montaña que se encontraba a unos dos días de camino si tomaba el camino del bosque.

 

-Tonto animal- pensó el cazador al recordar que podía anticiparse a la criatura si tomaba la ruta que seguían una serie de cuevas en las cercanías. Guish hizo cálculos y dedujo que con aquel atajo conseguiría llegar al lago con al menos medio día de ventaja, tiempo más que suficiente para montar toda clase de trampas y establecer un nido en alguno de los árboles que rodean el lago. 

 

Así fue, tras avanzar con toda seguridad por el entramado de cuevas, el cazador llegó al extremo oeste del lago que se hallaba en total calma. Con el tiempo más que justo, se dedicó a preparar la emboscada plantando cebos en diversos puntos que juzgó convenientes para efectuar un disparo limpio desde un robusto y milenario roble donde podía observar todo el lugar. Una ligera brisa comenzó a correr por el contorno del lago conforme Guish afinaba los últimos detalles de la emboscada y aquella corriente trajo consigo recuerdos que el hombre había creído enterrados. Contempló de nuevo el frondoso y oscuro bosque donde lo entrenó su abuelo obligándolo a atrapar diez tejones vivos con apenas sus cinco sentidos y una pequeña cuchilla como armas, volvió a sentir el sabor metálico de la sangre de aquella vez en la que por poco fue destripado por un oso y se sintió melancólico por la voz de Minwe, su preciosa mujer, a la que perdió en pos de presas tan legendarias como estériles.

 

La introspección de aquel Orión se vio interrumpida por el sonido de ramas quebrándose; pronto despabiló y notó que su presa se acercaba con pasos lentos, estudiados pero a la vez confiados y una que otra mirada hacia el espejo de agua que obraba como testigo de la acechanza. Guish, perfectamente disimulado por el follaje del roble desmontó el arco negro, ése con que le había acompañado en sus más épicas jornadas, repasó con una caricia suave y larga el artilugio de madera de tejo con bellos grabados hechos por su querido abuelo; mientras deslizaba la cuerda por sus dedos se fue haciendo uno con el entorno, cada respiración fue tomada sincrónicamente con la brisa del bosque. El hombre estaba tan ensimismado con el proceso que perdió la noción del tiempo, ni siquiera se dio cuenta de la mirada que le seguía con vivo interés desde la orilla del lago. 

 

Para cuando su mano derecha fue en busca de la flecha dentro de la aljaba, era demasiado tarde… el cazador se había tornado en presa. Un temblor se fue apoderando de Guish, desde la punta de los dedos gradualmente perdió el control de su cuerpo y se encontró a sí mismo incapaz de apartar la mirada de aquellos ojos negros de la bestia de leyenda. El cazador fue invadido por un dolor tan intenso, creciente y asfixiante; podía oír el llanto de cientos de criaturas, los diez tejones de la infancia, un caballo salvaje, un águila de precioso color plata, el lobo tuerto al que persiguió durante dos años y el oso de aquel encuentro casi fatal; todos ellos le miraban con profunda tristeza conforme parecían contarle de todas aquellas ilusiones que él les arrebató en su loca carrera por la gloria.

 

Un río de lágrimas corría desde los ojos del hombre que no podía apartarse de la mirada penetrante y ardiente de la gacela blanca, los latidos de su corazón eran un auténtico caos a medida que la mano izquierda soltó el querido arco negro y se deslizó hacia la cintura, tomando el cuchillo y luego subiendo hacia la garganta para, con un movimiento de lado a lado, rápido y preciso, poner fin a la tortura del cazador. La sangre manó en silencio conforme el aire se impregnó de un místico aroma a jazmín.

 

Un joven entró a la taberna del pueblo, lucía fuerte y decidido, con toda la facha de un cazador ávido de conquistas, -Vengo para cazar a la gacela blanca-, su voz llena de heroísmo resonó por el lugar. Los clientes del antro le dirigieron miradas extrañas, -Uno más a la lista- replicó el viejo tabernero, -Cien han tratado de atrapar a la gacela blanca, y cien hombres han desaparecido en los bosques junto al lago-.

Cuenterourbano

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