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Lo que transporta el aire

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-Doctor, ya estoy hasta la coronilla con eso, de todos modos ya estoy muerto- El  doctor se quedó mirándome con su cara de descontento mientras firmaba los documentos que eximían al hospital por lo que pasara conmigo una vez cruzara la puerta. Tras estampar mi nombre en la pila de papeles, tomé mi maleta en el hombro derecho, el tubo de O2 portátil en el izquierdo y salí de aquel deprimente lugar con paso decidido, un paso impropio para un tipo de 39 años con enfisema en fase final.

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Más me demoré en poner pie en la calle que en hurgar en los bolsillos del abrigo buscando los cigarrillos y el zippo. Ahí estaban, justo donde los dejé un mes antes, antes de que sufriera la última crisis y terminara por quinta vez ese año internado.

Ya ni en la oficina ni en casa se molestaban en visitarme o recogerme en el hospital, pues mis entradas y salidas los habían convencido de que moriría con un cigarrillo en la mano y humo saliendo de la boca.

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Aún con los pequeños tubos en la nariz y el O2 entrando directo a mi sistema, disfruté como nunca de la primera bocanada de ese añorado pitillo. El humo de tabaco mezclado con mentol atravesó mi garganta causando un familiar escozor en el camino hacia los derruidos pulmones.

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-Jazmines y un poco de ámbar- pensé al identificar el perfume de una joven, demasiado joven para esa combinación de esencias que pasó por mi lado. Rápidamente hallé una de mis tarjetas de negocios, que puse en manos de la señorita, no sin antes agregar: -Te va mejor una esencia de lilas con un 3% de sándalo y 0.5% de margarita africana- Ella me miró confundida, pero tras leer en la tarjeta “Richard González Weissner, Diseñador y Consultor en Perfumería” prometió visitarme en el plazo de una semana. Seguí mi camino satisfecho, era bueno volver al trabajo y a la normalidad. Cuando reparé en el cigarrillo que llevaba en la mano, de éste sólo quedaba un filtro frío. Tomé otro de la cajetilla y mientras lo encendía pensé en el calor que llegaba a mi boca, transportado por el humo que aspiraba con calma. Esta vez no apagué el zippo de inmediato, sino que pasé los dedos por encima de la llama a unos 5 cm de ella. El calor intenso llegó a mis yemas obligándome  a retirarlas en el instante siguiente.

 

No sé en que momento llegué a la esquina, pero cuando quise silbar para llamar un taxi, la realidad de mi enfermedad y el tabaquismo que la causó me golpearon como como un martillo de 100 Kg en el pecho. El sonido endeble que salió de mis cuerdas vocales, pulmones y boca habría hecho reír como locos a mis amigos del colegio. No tuve más remedio que pagarle a un indigente que olía a perro mojado para que hiciera por mí algo tan simple como silbar y llamar un taxi.

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Lavanda y talco para bebé, fue la marca que percibió mi nariz al entrar en el chevette 1990 que me tocó en suerte. -Por favor lléveme a la 45 con 9°, edificio Shangri La- -¿Le molesta si pongo música?- preguntó el taxista, sin levantar la mirada contesté -Siempre y cuando sea algo suave, no tengo problema- por fortuna el tipo ambientó el viaje con el unplugged de Sting. Junto con “Message in a bottle”, a mis oídos acudió el pregón de una señora vendiendo frutas, y a mi mente un susurro venido de no sé donde: “Desenfreno”. Busqué mi libreta en el maletín y apunté aquella palabra, pues se me antojó adecuada para mi nuevo perfume.

 

45 minutos después estaba resoplando como moribundo frente a la puerta de mi apartamento en el 10° piso del edificio. -Maldito hombre Marlboro, maldito ascensor dañado…” No pude terminar mi letanía de maldiciones cuando la puerta se abrió y vi  lo único que lamentaría dejar en este mundo: mi dulce sobrina, convertida ya en mi asistente, aprendiz y cuidadora personal. A sus 23 ya diseña las fragancias que usa y desborda talento para los aromas juveniles y sencillos.

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Torta de zanahoria, risotto y filete de cerdo con salsa de tamarindo; el olfato me informó del menú mientras pasaba del tubo de O2  portátil al fijo en mi estudio. Antes de que pudiera encender otro cigarrillo, tenía encima a mi adorable guardiana, que con tono serio me reprendió -¿Puedes al menos esperar para fumar hasta después de la cena?- ¿Cómo negarle algo a la única mujer noble sobre la Tierra?, apagué el zippo y me dispuse a trabajar un rato en la propuesta de fragancias para otoño-invierno. Siempre fui un poco excéntrico para trabajar, para relajarme debo poner heavy metal en el ambiente. Pronto, las notas de “Stargazer” hacían vibrar el entorno conforme preparaba el equipo de laboratorio para lo que desde el primer día llamé “La hora del científico loco”. De la libreta en el maletín recuperé algunas notas previas para guiarme en la búsqueda de ese aroma que me era esquivo desde hace casi medio año, -2% de cedro, 0.05% de ámbar gris, 10% de crisantemo…- me dispuse a comenzar la mezcla según aquellas notas, cuando de pronto la ventana del estudio se abrió con un estruendo espantoso, por instinto acabé tirando todos los frascos al suelo. ¡Mierda!, grité conforme iba hacia la infernal ventana y la cerraba con un golpe, el viento helado proveniente de los cerros orientales hizo que se me pusiera la piel de gallina y cada vello de mis brazos se levantó a su máxima extensión. Tras regresar a la mesa de trabajo sentí que me iba a dar algo, el precioso, caro e ilegal ámbar gris se había estropeado por completo producto de mis propias pisadas en el afán de cerrar la condenada ventana. El estrépito del accidente atrajo a mi sobrina, quien se quedó como de piedra al verme de rodillas en el suelo recogiendo el producto, igual que si fuera un junkie buscando monedas para su dosis. A regañadientes me puse de pie y tuve que ver como ella con escoba y recogedor en mano arrojaba a la basura U$3.000 en ámbar gris. -A ver si con eso aprendes a usar sustitutos, whale killer…- 

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Ya no estaba de humor para trabajar, dejé las cosas como estaban en el estudio y casi me ahorco con las malditas mangueras que llevan el O2  a mi cuerpo cuando quise salir al comedor, me había olvidado por un instante que ya no sirvo para lo más básico que hace un ser vivo en la Tierra: Respirar. Por fortuna mi sobrina tiene la extraña capacidad de hacerme cambiar de humor con absoluta rapidez y de una forma tan sencilla que lo hace parecer fácil. Durante la cena me contó que al fin se decidió a seguir mis pasos, no sólo en el negocio de los perfumes, sino en la profesión, sería ingeniera química. Luego de la apetitosa comida y un par de copas de vermouth acabamos hablando acerca del novio que se estaba demorando más de lo debido en su viaje de intercambio a España, de los experimentos que hizo en mi ausencia y hasta bailamos un poco, cosa que acabó conmigo resoplando como cerdo en menos de dos minutos. A la pobre le tocó llevarme casi cargado a la cama mientras yo con la cara azul luchaba por ponerme la mascarilla.

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Halar hacia mí un poco de aire es una tarea titánica desde hace varios años, mientras recobraba la compostura acabé recordando ese día hace 24 años en el que puse el primer cigarrillo en mi boca, no puedo echarle culpas a nadie, lo hice porque se me antojó una mañana antes de entrar a clases, años antes de que siquiera pensara en que me ganaría la vida con el olfato. Esa noche me dormí rápidamente por puro agotamiento.

 

Café recién hecho, tostadas integrales, huevos con tocino y algo de fruta fueron puestos frente a mí por mi sobrina; antes de que siquiera abriera los ojos ya sabía que era el desayuno, una vez más la piel y la nariz se adelantaron a los ojos. Puede sonar estúpido o cliché, pero me sentí mucho más consciente de mi entorno, es como en aquella película de Luc Besson en la que la protagonista empieza a ver el sonido, las ondas de radio y todo cuanto fluye a su alrededor, incluso me pareció percibir que mi sobrina tenía algo que decirme sin siquiera mirarla, fue como darme cuenta de cómo vibra el aire sobre mi piel por causa del temblor en sus manos, algo típico de ella cuando duda sobre qué palabras usar.  -Suéltalo ya- le dije sin apartar la vista de la comida. 

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-Si quieres morirte con el rostro azul y retorciéndote desesperado por una bocanada de aire, como pez fuera del estanque, ése es tu problema, pero yo no me quedaré a presenciarlo…- su tono fue adquiriendo una fuerza que me resultó desconocida en aquella jovencita dulce, -tienes hasta el mediodía para decidir si dejas de fumar como locomotora; si lo haces, me quedaré hasta el final, pero si te aferras a tus estúpidos cigarrillos, te las tendrás que apañar solo. Me voy para la universidad, en cuatro horas vuelvo… espero que lo pienses- No tuve oportunidad de responder nada, cuando escuché la puerta del apartamento cerrarse.

-Está bluffeando una vez más- fue lo primero que vino a mi mente mientras dejaba los trastes en el fregadero, empecé a sentir como la atmósfera se tornaba pesada conforme con pasos lentos fui hacia el estudio y lo primero que vi fue el zippo y la cajetilla de mentolados sobre el escritorio que lucía de nuevo en perfecto orden. Mirando los cigarrillos como idiota y jugando con el zippo comencé a hilar ideas -Lo que me atrajo del tabaco fue su aroma, antes y después de arder. Milagrosamente aún puedo usar la nariz, no como muchos colegas fumadores. Puedo vivir sin relacionarme con los 7 mil millones de este plantea, más no sin Ángela. Ya no estoy para lidiar con ansiedades. Ya le di al cigarrillo más de la mitad de mi vida, ¿Qué importa si le quito los últimos 36 meses?-

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Para cuando reaccioné habían pasado las mentadas cuatro horas y tenía de nuevo esa muchachita frente a mí con cara de Paulo Laserna en “Quién quiere ser Millonario”. -Ya deja de dar vueltas por el estudio que vas a abrir un surco en el suelo…- sus ojos marrón me atravesaron,  -Y bien, ¿Cuál es tu decisión?-

Cuenterourbano

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